Felipe
preguntó si no me gustaba el sabor de la tortilla. Estábamos sobre la montaña
más alta de aquella región del altiplano. Hacía frío, era temprano en la mañana
y esperábamos que el resto de la
comunidad se congregara. Mientras Taqui lograba mantener el fuego encendido a
pesar del viento, con ayuda de los niños y las niñas que traían pequeñas ramas
secas, yo temblaba de frío, me tocaba con las manos congeladas la nariz y las
orejas, aún más frías. Una pequeña olla sobre el fuego calentaba el café y
alrededor de ella media docena de tortillas negras se recuperaba del frío. Sí
me gusta la tortilla, contesté a Felipe. Mi cara no era de disgusto sino de
extrañeza. La tortilla estaba calientita, viva, pidiendo ser comida. La ceniza,
quizá de una rama de encino consumida por el fuego, la revestía. Había sido
calentada sobre las brazas, sin comal ni sartén de por medio. Esa era la forma
práctica de hacerlo en aquella intemperie montuna. Por ello el sabor me pareció
algo nuevo; sobre el dulce del maíz negro aparecía el sabor a ceniza, el cual
me era ajeno. Como bebé de un año que recién come cebolla o prueba las
aceitunas, mi cara delataba sorpresa y desconcierto.
La ceniza nos acompaña permanentemente
compañero Chico, me dijo Felipe. ¿Ya probaste el café?, preguntó. Yo di un
pequeño sorbo al pocillo que Taqui me ofrecía con una profunda sonrisa de
mariposa mañanera. Era un café bastante ralo, muy dulce y con la ceniza
flotando sobre el líquido. Nosotros no
desechamos las cenizas. Son parte del ciclo de la vida. Con el fuego cocemos el
maíz del que está hecha nuestra carne y nuestro espíritu. La ceniza que así lo
decide se posa sobre el café, las tortillas, el chirmol y en nuestras manos:
así comemos nutrimentos que vienen en ella. El resto lo enterramos o lo
revolvemos con estiércol de las animales de patio, hacemos abono, lo ponemos a
los pies de la milpa y de ella comen el maíz, el frijol y las yerbitas. A veces
también le echamos ceniza a la manteca y con el jabón que sale limpiamos el
cuerpo.
La madrugada terminaba y mi conocimiento a cerca de la vida de aquella
gente apenas empezaba. Felipe y Taqui venían enseñándome desde hacía dos semanas
este nuevo mundo. Sin darme cuenta había terminado de comer tres tortillas más
escuchando la voz de Felipe mezclada con el silbido del viento sobre la
montaña. No sé si hay otra forma de entender al mundo indígena: este mundo maya
del cual siempre fui parte, que estuvo dentro de mí sin yo saberlo. El resto de
ancianos, ancianas y sus familias habían llegado ya. Era momento de empezar la
ceremonia. Para entonces yo tenía menos frío, el sol se había levantado
calentando mi rostro de maíz moreno.
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