miércoles, 17 de febrero de 2016

Identidad (cuento para cuando sale el sol)



Felipe preguntó si no me gustaba el sabor de la tortilla. Estábamos sobre la montaña más alta de aquella región del altiplano. Hacía frío, era temprano en la mañana y  esperábamos que el resto de la comunidad se congregara. Mientras Taqui lograba mantener el fuego encendido a pesar del viento, con ayuda de los niños y las niñas que traían pequeñas ramas secas, yo temblaba de frío, me tocaba con las manos congeladas la nariz y las orejas, aún más frías. Una pequeña olla sobre el fuego calentaba el café y alrededor de ella media docena de tortillas negras se recuperaba del frío. Sí me gusta la tortilla, contesté a Felipe. Mi cara no era de disgusto sino de extrañeza. La tortilla estaba calientita, viva, pidiendo ser comida. La ceniza, quizá de una rama de encino consumida por el fuego, la revestía. Había sido calentada sobre las brazas, sin comal ni sartén de por medio. Esa era la forma práctica de hacerlo en aquella intemperie montuna. Por ello el sabor me pareció algo nuevo; sobre el dulce del maíz negro aparecía el sabor a ceniza, el cual me era ajeno. Como bebé de un año que recién come cebolla o prueba las aceitunas, mi cara delataba sorpresa y desconcierto.  

La ceniza nos acompaña permanentemente compañero Chico, me dijo Felipe. ¿Ya probaste el café?, preguntó. Yo di un pequeño sorbo al pocillo que Taqui me ofrecía con una profunda sonrisa de mariposa mañanera. Era un café bastante ralo, muy dulce y con la ceniza flotando sobre el líquido.  Nosotros no desechamos las cenizas. Son parte del ciclo de la vida. Con el fuego cocemos el maíz del que está hecha nuestra carne y nuestro espíritu. La ceniza que así lo decide se posa sobre el café, las tortillas, el chirmol y en nuestras manos: así comemos nutrimentos que vienen en ella. El resto lo enterramos o lo revolvemos con estiércol de las animales de patio, hacemos abono, lo ponemos a los pies de la milpa y de ella comen el maíz, el frijol y las yerbitas. A veces también le echamos ceniza a la manteca y con el jabón que sale limpiamos el cuerpo. 

La madrugada terminaba y mi conocimiento a cerca de la vida de aquella gente apenas empezaba. Felipe y Taqui venían enseñándome desde hacía dos semanas este nuevo mundo. Sin darme cuenta había terminado de comer tres tortillas más escuchando la voz de Felipe mezclada con el silbido del viento sobre la montaña. No sé si hay otra forma de entender al mundo indígena: este mundo maya del cual siempre fui parte, que estuvo dentro de mí sin yo saberlo. El resto de ancianos, ancianas y sus familias habían llegado ya. Era momento de empezar la ceremonia. Para entonces yo tenía menos frío, el sol se había levantado calentando mi rostro de maíz moreno.

jueves, 11 de febrero de 2016

Nosotros los cálidos (Cuento para los días fríos)


Los peces de la pecera que nunca tuve murieron de frío esta madrugada. Mi error fue pensarlos tropicales, coloridos, tibios. Hubiera sido bueno imaginarlos australes, de esos que no llevan más que un color gris en sus escamas lisas, casi sin vida. Pero así somos los seres cálidos: buscamos la bulla, el color, el movimiento. Por eso te busqué a vos, mujer de labios grandes y cabello de hojas redondas. Los peces imaginados amanecieron con la panza hacia arriba, no se movieron más. No tuve otro remedio más que representarme tirándolos por el desagüe, sin marchas fúnebres ni epitafios. Decidí también imaginar que quebraba la pecera en cientos de miles de astillas cortantes, la lancé desde el balcón de mi apartamento, en el quinto nivel. Sin daños a terceros. A las nueve de la mañana el callejón al lado del edificio café se encuentra desierto.


Ya que estaba en esas de imaginar, te imaginé llegando a casa. Oí tus dedos chocar contra la puerta de madera luego de subir las escaleras, te abracé, te besé y salimos a caminar por el centro tomados de la mano. Animado por lo fértil de mis pensamientos de esa mañana, te dije que te quería. Le di forma a nuestra risa compartida, reímos mucho esa mañana. Yo llevaba meses sin atisbar una sonrisa frente al espejo. Abrazado a la penumbra de una habitación sin ventanas te esperaba. Hasta esta mañana la oscuridad era un pasatiempo, un escenario sin viento y sin vida, una pausa en el tiempo. Desde hoy no hay límite entre oscuridad y luz. Vos las juntas y hacés una ensalada de colores con ellas.

Regresamos al edificio, decidimos no fatigarnos con las escaleras y subimos por el viejo ascensor. Nos besamos el tiempo que tardó el aparato eléctrico en subirnos al quinto nivel, es decir, una vida. Me entregaste en ese beso tus existencias sin mi. Yo te conté, con los labios pegados a los tuyos, mis miedos de infancia y la infancia de mis miedos actuales. El ascensor se detuvo, yo abrí la puerta de casa y vos ya no estabas conmigo. Cogí el trastecito de plástico donde guardo la comida de los peces. Tomé un puñado de aquel alimento, lo revolví en un vaso con agua y bebí hasta la última gota. Sin peces y sin vos, a pesar del frío, me sentía feliz. 



Pablo Sigüenza Ramírez, febrero 2016