martes, 6 de septiembre de 2016

EL OTRO SOY YO: NIÑEZ MIGRANTE


En Palestina, allí donde el Cristo de los cristianos vivió, predicó y murió, el Estado de Israel construyó un muro para evitar que el pueblo palestino cruce libremente por su tierra.


En la frontera de México con Estados Unidos, hay barreras, paredes, mallas y patrullas que tratan de evitar que crucemos para allá.


Con el arte como herramienta, con el trabajo artístico de las manos fuertes de las niñas y niños de la Escuela Frida Kahlo, el grito necesario reza:  ¡No hay muro o pared que nos detenga!




¡Todos los seres humanos somos caminantes!  ¡Todos y todas tenemos derecho a quedarnos a vivir acá en condiciones dignas pero del mismo modo todas y todos tenemos derecho a migrar! ¡Todas y todos somos migrantes! ¡Abajo las fronteras! ¡Aquí y allá sólo queremos ser humanos!






En el camino enfrentamos la muerte en busca de la vida! ¡Sólo queremos ser humanos!





miércoles, 13 de julio de 2016

Una melena de libélulas vibrantes

Ella venía distraída, afanada en la plática con su acompañante. Fresca como cada día, irradiando eso que esparce por todos lados cuando camina, cuando sonríe, cuando dialoga; algo como alegría desmedida, como interés cálido, como susurro fulgurante de estrellas. Él la vio a unos diez metros de distancia, caminaban en sentido contrario. Su corazón se aceleró, plasmó una sonrisa en el rostro, y entonces la duda. El roce era inminente y la pregunta surgía amenazante, ¿le hablo o dejo que siga su camino?

Nunca fue de los que evade los momentos tensos, así que luego de algunos pasos la tomó de ambas manos, le dijo hola y, aún más nervioso que segundos antes, la abrazó. Ella lo vio a los ojos y se sumó con diversión y entusiasmo al abrazo. El momento de entrelazo fue largo, tierno, tembloroso. Él no quería que el tierno contacto terminara y lo extendió por siglos... Quiso saber qué pensaba ella, pero ante la imposibilidad se aferró a su piel, a su melena de libélulas vibrantes, a su cuerpo bello. Ella existía intensa. Era la vida misma fluyendo por el aire entre los dos.

El abrazó terminó incompleto, como siempre. Luego vino el intento infructuoso de concertar un nuevo encuentro. “Hasta luego” fueron las palabras más honestas y útiles. Ella, su fulgor, sus ojos, su cabello, su boca pequeña y dulce caminaron de nuevo y se alejaron. Él, lleno de emoción, avanzó rumbo al oriente con una sonrisa amplia, con el nerviosismo en la punta de los dedos. El encuentro había teñido el día de rizos y lo había alimentado con esa timidez que esconden las ganas de juntar los labios. Mientras la tarde agonizaba danzaron delirantes el recuerdo y la promesa. Un beso nuevo quedaba como boceto de acuarela germinando en el tiempo.


miércoles, 17 de febrero de 2016

Identidad (cuento para cuando sale el sol)



Felipe preguntó si no me gustaba el sabor de la tortilla. Estábamos sobre la montaña más alta de aquella región del altiplano. Hacía frío, era temprano en la mañana y  esperábamos que el resto de la comunidad se congregara. Mientras Taqui lograba mantener el fuego encendido a pesar del viento, con ayuda de los niños y las niñas que traían pequeñas ramas secas, yo temblaba de frío, me tocaba con las manos congeladas la nariz y las orejas, aún más frías. Una pequeña olla sobre el fuego calentaba el café y alrededor de ella media docena de tortillas negras se recuperaba del frío. Sí me gusta la tortilla, contesté a Felipe. Mi cara no era de disgusto sino de extrañeza. La tortilla estaba calientita, viva, pidiendo ser comida. La ceniza, quizá de una rama de encino consumida por el fuego, la revestía. Había sido calentada sobre las brazas, sin comal ni sartén de por medio. Esa era la forma práctica de hacerlo en aquella intemperie montuna. Por ello el sabor me pareció algo nuevo; sobre el dulce del maíz negro aparecía el sabor a ceniza, el cual me era ajeno. Como bebé de un año que recién come cebolla o prueba las aceitunas, mi cara delataba sorpresa y desconcierto.  

La ceniza nos acompaña permanentemente compañero Chico, me dijo Felipe. ¿Ya probaste el café?, preguntó. Yo di un pequeño sorbo al pocillo que Taqui me ofrecía con una profunda sonrisa de mariposa mañanera. Era un café bastante ralo, muy dulce y con la ceniza flotando sobre el líquido.  Nosotros no desechamos las cenizas. Son parte del ciclo de la vida. Con el fuego cocemos el maíz del que está hecha nuestra carne y nuestro espíritu. La ceniza que así lo decide se posa sobre el café, las tortillas, el chirmol y en nuestras manos: así comemos nutrimentos que vienen en ella. El resto lo enterramos o lo revolvemos con estiércol de las animales de patio, hacemos abono, lo ponemos a los pies de la milpa y de ella comen el maíz, el frijol y las yerbitas. A veces también le echamos ceniza a la manteca y con el jabón que sale limpiamos el cuerpo. 

La madrugada terminaba y mi conocimiento a cerca de la vida de aquella gente apenas empezaba. Felipe y Taqui venían enseñándome desde hacía dos semanas este nuevo mundo. Sin darme cuenta había terminado de comer tres tortillas más escuchando la voz de Felipe mezclada con el silbido del viento sobre la montaña. No sé si hay otra forma de entender al mundo indígena: este mundo maya del cual siempre fui parte, que estuvo dentro de mí sin yo saberlo. El resto de ancianos, ancianas y sus familias habían llegado ya. Era momento de empezar la ceremonia. Para entonces yo tenía menos frío, el sol se había levantado calentando mi rostro de maíz moreno.